dilluns, 16 de novembre del 2009

Retrats d'escriptors inventats

Pacto

Edgard Blaum era un ávido bebedor de café a sus cuarenta y seis años. Y el caso es que tal adicción le había llegado a su vida hacía cinco años, junto con el bloqueo y su divorcio. El primero le mantuvo alejado de su manuscrito durante casi ocho meses, y el segundo le separó de la mujer a la que toda su vida querría.
Se sobrepuso a ambos y prosiguió su carrera de escritor reconocido mundialmente y comenzó la de soltero de oro. En ese estado vivió por tres años.
Pasado ese tiempo el bloqueo retornó, y esa vez para quedarse.
Edgard no sabía ya qué hacer para recuperar su habilidad. Vivía holgadamente gracias a sus anteriores éxitos, pero sus editores comenzaban a ponerse nerviosos por su falta de ideas.
Su afición al café había traído consigo el insomnio, y se pasaba las noches en blanco sentado en un butacón o tumbado en la cama, dormitando apenas un par de horas.
Entonces un día, presa de la desesperación y la impotencia, resolvió no acercarse a su cafetera. Luchó todo el día contra el impulso. Se hacía un razonamiento que le parecía lógico, y era que el primer bloqueo y el café vinieron de la mano. Bueno, y la ruptura, pero prefería obviarlo. Ahora prácticamente no dormía entre los nervios y la cafeína. ¿Y si eliminaba a uno de la ecuación?
Aquella noche, por primera vez en meses, durmió de un tirón. Y soñó.
Se hallaba en una amplia explanada y era de noche, una noche ventosa sin estrellas ni luna. Divisaba un círculo de piedras de gran altura, y reconoció el lugar en el que se encontraba: las Highlands escocesas, las ruinas de Stonehenge.
Una leve luminosidad bañaba el círculo de piedras. Edgard divisó una fogata en el interior del monumento. Conforme se acercaba a ella divisó a un hombre sentado al abrigo del calor. Cuando penetró en el círculo de luz sintió un repentino escalofrío. El hombre era un anciano de barba canosa que iba vestido con una túnica amplia de color oscuro. Portaba un turbante sobre la cabeza, rematado con un brillante rubí, y a Edgard el hombre le recordaba a uno de esos jeques de las películas y habría sonreído de no sentir el pavor que le daban los ojos enceguecidos del hombre. Dos pupilas blancas que sobrecogían.
—Bienvenido, forastero —dijo el hombre de la fogata—. Comparte esta mágica noche conmigo.
—¿Quién eres? —preguntó Edgard.
—Aquí se me conoce como el Tejedor de Historias, y eso es lo que soy. —Se levantó y se aproximó a Edgard, quien se vio impelido a huir pero se contuvo.
—¿Y qué quieres de mí?
—Te voy a ofrecer un trato. Puedo devolverte tu don, y puedo contarte historias durante la noche hasta que digas basta. Esas historias te harán mucho más rico y serás recordado en los siglos venideros.
—¿Qué quieres a cambio?
El Tejedor sonrió y a continuación habló de nuevo. Edgar asintió con la cabeza y se selló el trato. Entonces el anciano cumplió su parte. La noche pudo durar días o semanas, Edgard no lo sabía. Escuchó más historias de las que en su vida tendría tiempo de escribir. Finalmente pidió un respiro y en ese momento rayó el alba.
Despertó sentado en su butaca, sabiendo que el bloqueo se había ido. Sostenía algo en sus manos, un libro. «Fausto», de Göethe.

Jesús F. Alonso


Hadas, elfos y centauros

Como cada mañana Carlos se sentaba en la mesa de aquel bar y como cada mañana Laura, la camarera, se le acercaba y le llevaba el zumo de naranja y la magdalena. «Algún día me llevarás a esos mundos poblados de hadas, elfos y centauros que todas las mañanas te veo crear aquí», le decía mientras le servía, y él siempre respondía de la misma manera: «Algún día, te lo prometo».
Así pasaron los meses y el gran día llegó. Carlos llevó un ejemplar de su libro a Laura y ella lo recibió emocionada, con lágrimas en los ojos. Él se sintió conmovido por el ansia que la chica tenía por sumergirse en esos mundos con los que tanto parecía soñar.
Tiempo después, cuando ella ya no trabajaba allí y él ya no pisaba aquel bar, por casualidad supo de ella y del accidente que le arrebató a su familia muchos años atrás. Y por fin entendió por qué ella soñaba con abandonar aquel mundo y viajar acompañada de hadas, elfos y centauros.

Jesús F. Alonso



Bajo una farola

Enciendo el reproductor de música y pongo el volumen bajo. Enciendo el ordenador y cierro los ojos unos segundos, tratando de invocar a mi musa particular. Un destello, una imagen. Jake bajo una farola. No una farola cualquiera, la farola que hay bajo mi casa. Desecho el pensamiento y me pongo manos a la obra, escribiendo compulsivamente, como aquella primera vez, la vez que ideé a Jake.
Le maté al final de la novela, y aunque lo lamenté por el cariño que le cogí durante todos aquellos meses, librarme de él me alivió.
Tres horas después apago el ordenador y me enciendo un cigarrillo, asomándome a la ventana. Miro por azar hacia la farola, que está apagada. Súbitamente se enciende, apenas una fracción de segundo, y me basta para ver una sombra bajo ella. Es imposible, de haber alguien allí lo debería ver a pesar de estar la farola apagada. Hay más iluminación en la calle, después de todo. Allí no hay nada, todo son imaginaciones mías. Me vuelvo a sentar en la silla y de nuevo cierro los ojos. Vuelvo a verle, y grito involuntariamente. Salto de la silla y me acerco a la ventana. La farola está encendida esta vez, y todo comienza a parecerme un sueño, sobre todo porque ahí le veo. ¿Me he dormido, acaso?
Viste sus vaqueros desgastados y su camiseta ajada, justo como le imaginé, y me mira con aquellos ojos verdes llenos de furia, preguntándome en silencio por qué le maté. Me alejo de la ventana, negando con la cabeza lo que mis ojos me mostraban. ¡El no puede estar ahí, es un retazo de mi imaginación, no un fantasma ni una aparición! Vuelvo a gritar cuando oigo la puerta de entrada de mi casa abrirse y oigo poco después sus pasos subiendo las escaleras hasta esta habitación. Apago la música y agarro mi bastón, enarbolándolo como un arma, preguntándome si puedo golpear a eso que abre la puerta en estos momentos.

Jesús F. Alonso

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